Conocí a Diana Minetti en su residencia de la avenida Roosevelt, a pocos metros de los Campos Elíseos. Vivía entre las galerías de arte más exclusivas,
cerca del palacio presidencial, y desde la terraza de su dúplex se dominaba toda la ciudad, de Montmartre a La Défense. La servidumbre de su casa bastaba para atender un ministerio: un ama de llaves irlandesa, una mucama portuguesa, un
mayordomo marroquí y un chef francés, igual que la secretaria. Entré en la casa por la puerta de servicio y atravesé una ajetreada cocina en la que parecía
prepararse un lanzamiento espacial. Luego recorrí un largo pasillo de espejos y desemboqué en el salón, donde el mayordomo me indicó que me sentase. Del altísimo techo colgaba una araña de cristal sobre varios sillones Voltaire y tapices del siglo XIX. Afuera, en un largo balcón, la torre Eiffel se regalaba a la vista. Un café con leche se materializó ante mí como por arte de magia. Sobre la mesita del salón descansaba una pitillera de plata rebosante de Marlboros light. Robé uno y me senté a esperar.